Carlos Bonfil, La Jornada
Una belleza fantasmal. El cineasta alemán Wim Wenders ha elegido consagrar su documental más reciente, La sal de la tierra (2014), a la figura y obra del fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado, como antes lo hiciera, memorablemente, en sus aproximaciones biográficas a los directores Nicholas Ray, en Relámpago sobre el agua (1980), o Yasujiro Ozu, en Tokyo-Ga (1985), o a la coreógrafa y bailarina Pina Bausch, en Pina (2011). En esta ocasión, el también realizador de Hammett (1982), doble retrato del detective privado y escritor Dashiell Hammett, y tributo al cine negro, sigue de cerca, sin un orden cronológico convencional, la trayectoria artística de Salgado, fotógrafo social, en colaboración con su hijo Juliano Ribeiro Salgado, co-director y también guionista del documental. La organización del material es atractiva. El fotógrafo comenta su trayectoria artística, sus opciones profesionales a una edad temprana, los años de militantismo político, y lo hace de frente a la cámara, con su rostro apacible y maduro destacado en un fondo negro, como si la entrevista transcurriera en un cuarto oscuro.
Una vez esbozado el contexto social que decide el tránsito de una carrera de economista a otra de fotógrafo socialmente comprometido, Wenders y Juliano Ribeiro se abocan a lo esencial: trasladar a la pantalla grande las emblemáticas imágenes en un blanco y negro fuertemente contrastado, que integran algunas de sus recopilaciones más célebres (El Sahel, Trabajadores, Éxodos, La mina de oro de Sierra Pelada, Génesis). El resultado es formidable.
Si desechamos una controversia hasta cierto punto estéril, impulsada en su momento por la escritora Susan Sontag, y que alude a una supuesta explotación estética de la miseria por el fotógrafo itinerante, lo que queda en definitiva es la valoración de un trabajo artístico que siempre ha militado por desarticular los mecanismos de la amnesia colectiva frente a los desastres provocados por el hombre (guerra en la antigua Yugoslavia, genocidio en Ruanda, depredación del ecosistema, explotación laboral y otros saldos desastrosos del neoliberalismo en diversas regiones del mundo). Las imágenes fuertes, a menudo insoportables, de cadáveres flotando en los ríos o de cuerpos inertes abandonados en las calles, apenas difieren de los clichés que acumulan premios y que provienen de World Press Photo o de la agencia Magnum. La diferencia es que la celebridad de Salgado y la sofisticación de sus composiciones –hieráticas, casi escultóricas, con personajes amalgamados a la naturaleza, hormiguero humano en una mina, hombre cubierto todo de petróleo, rostros petrificados en el límite de la deshumanización– parecieran autorizar la acusación de un esteticismo deliberado.
El cineasta Wenders explora precisamente la calidad estética que aleja al trabajo de Salgado de un mero registro periodístico de denuncia, y confiere a sus imágenes la trascendencia final de una obra de arte. Apenas sorprenderá que esa elaboración artística del brasileño permita múltiples lecturas y apreciaciones y encierre una complejidad mayor que la del puro documento bruto. Es el periodismo gráfico como una expresión novedosa de las bellas artes. En la pantalla cinematográfica las cualidades plásticas de las imágenes de Salgado cobran un esplendor inusitado: resaltan las texturas; se aprecian, magnificados, los contrastes y la calidad del grano. Es una nueva exploración de lo que se creía ya conocido. El cine reivindica la dignidad y el brío estético de esa labor fotográfica. Una vez más, Wenders ha rescatado el trabajo de un artista de la trivialización mediática a que una sociedad de consumo condena muchas obras de arte, volviéndolas fetiches publicitarios, íconos para la ornamentación y el estatus social, y explotación –esa sí– de una miseria social a la que se busca transformar en un cliché visual inofensivo.
La sal de la tierra refiere, a tres voces –fotógrafo, hijo y cineasta–, el cometido social de una trayectoria artística muy coherente, y de modo más revelador, el paso del pesimismo atroz del fotógrafo testigo de la condición humana –una condición para muchos irredimible–, a una suerte de vocación revitalizadora: el compromiso de Salgado y su esposa de hacer de su labor de reforestación de su propiedad familiar un modelo práctico para recuperar las zonas verdes en la depredada selva atlántica brasileña. Un propósito desmesurado (plantar un millón de árboles) para combatir el desastre ecológico y mostrar que la destrucción de la naturaleza puede ser revertida. Sigue después plasmar ese esfuerzo social en nuevas imágenes tan didácticas como deslumbrantes. Muy lejos del miserabilismo de buen tono, el fotógrafo Salgado sigue siendo cronista puntual de las mejores faenas colectivas. Y Wim Wenders, su cómplice interlocutor privilegiado.
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