He visto a quienes se quemaron los brazos con cigarros encendidos protestando contra la bruma narcótica del tabaco del capitalismo.
(Aullido, Allen Ginsberg)
Javier Cortines, Rebelión
El Joker de Joaquín Phoenix es el anti-Espartaco del cine políticamente correcto. El esclavo que se levantó contra Roma tenía motivos de sobra para luchar contra la tiranía (hoy encarnada en Donald Trump) y conquistó el corazón de todos los espectadores, sin importar la clase social a la que pertenecían, ya que su historia no representaba ninguna amenaza para el “establishment” del siglo XX (y del siglo XXI).
El capitalismo de nuestra época ha logrado sobrevivir -y hacerse más fuerte- digan lo que digan los que anuncian su derrumbe, porque ha inventado una fórmula “salida de cerebros inteligentísimos” para que solo se maquille un sistema que se alimenta de la sangre, el tiempo y el trabajo de los débiles, que sólo tienen fuerzas para caer rendidos en el suelo o la cama cuando llegan a casa con las tripas fuera.
Esos genios de las altas finanzas, que calcan -como diría Hannah Arendt- el adagio de “la noria, el burro, el palo y la zanahoria”, descubrieron hace décadas (en Occidente) que todo seguirá, más o menos igual, si somos capaces de mantener, con salarios precarios (pero sin caer en la miseria), “altas tasas de pobreza sostenible”. Pues los individuos que pertenecen a esa franja social (que se acerca peligrosamente al 30 por ciento en países como España) están paralizados por el miedo (ya que “tienen algo que perder”) y no se atreven a “morder la mano que les da de comer”.
El caso de Joker es diametralmente opuesto a ese mundo de los miserables, a los que se acaban de unir los inmigrantes. El payaso que “está loco” ha mamado desde niño del humus de una época que está “contagiada” por el virus de la deshumanización, y donde solo se siguen los mandatos del billete-grillete y “la voz del más fuerte”.