viernes, 30 de abril de 2021

Costa-Gavras: "Los bárbaros están volviendo"

Cineasta tan célebre como personal, extrovertido y políglota, pletórico de forma y lleno de lucidez, Costa-Gavras (Atenas, 1933), el autor franco-griego de Z (1969) y Desaparecido (Missing, 1982) sintetiza en esta entrevista una vida apasionante y ofrece su perspectiva sobre España y el mundo actual
José Manuel Sande, Publico

Costa-Gavras llegó a Francia en los primeros años 50. Formado en el prestigioso Institut des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC), su trayectoria, un montón de filmes míticos, destaca por su capacidad de construir relatos de género que van del thriller al drama, del filme judicial a la narración social, en los que la política y el entorno social son esenciales. Depredador de todo totalitarismo, comprometido con la realidad, Costa-Gavras va en dirección contraria a muchos de los directores de la época, al tiempo que atraviesa un período fértil y revelador en la historia sociopolítica y artística europea con el respaldo de público, crítica y profesión, alcanzando los principales premios (Oscars, Globos de Oro y triunfos en Cannes y Berlín).

¿Cómo son sus orígenes en el cine?

El cine que había en Francia no me interesaba. Ya lo había visto en Grecia, un cine estandarizado, de acción, de humor, etcétera. Sin embargo, en Francia, a pesar de hacer estudios de Literatura, encontré la Cinemateca, donde había cine clásico. Fue un descubrimiento importantísimo y me interesó mucho. Primero, quise aprender a escribir, y fui a la Escuela de Cine, al IDHEC, estudié dos años, y después, con una suerte extraordinaria, me pidieron hacer un primer trabajo de cine por unos días. El primer ayudante era Claude Pinoteau, que luego fue director. Así entro en el cine francés, lo que era bastante difícil, especialmente para un extranjero. Además en el puesto de ayudante. En ese momento era posible trabajar con gente como René Clair, Jean Cocteau, René Clément, Henri Verneuil, Jacques Demy, Clouzot... Fui ayudante de alguno de ellos. Conocí también a todos los grandes actores, pues en este período los ayudantes hacían el casting y había una relación muy próxima con ellos. Conocí a Montand, Piccoli, Trintignant... La primera película fue como un ejercicio escolar desde hacer el guión. El director de estudio leyó el guión y así se hizo. En la medida en que yo tenía un guión, el thriller, que era atractivo, generó interés y tuvo un gran reparto. La película funcionó muy bien.

Era Los raíles del crimen (Compartiment tueurs, 1965)...

Sí, y la segunda, Sobra un hombre (Un homme de trop, 1967), sobre la Resistencia francesa, fue un fracaso. Lo curioso es que ahora salió en DVD por primera vez y triunfó, tuvo unas críticas extraordinarias. Después hice Z (1969), donde está lo que me interesó siempre del cine. Cuando mi primera película tuvo éxito en los Estados Unidos, Harry Saltzman [el productor de James Bond] me propuso hacer una. Me preguntó: «¿Que película quieres hacer?». Yo le dije que La condición humana, de André Malraux. Dijo: "¿Qué? Hacen falta muchos chinos, no se puede" [ríe].

miércoles, 8 de abril de 2020

"A propósito de nada", la autobiografía de Woody Allen, y los ataques venenosos de #MeToo


David Walsh, wsws

A propósito de nada, New York: Arcade, 2020, 400 págs. A propósito de nada es la autobiografía recientemente publicada del comediante y director de cine Woody Allen, que aborda su infancia en Brooklyn en las décadas de 1930 y 1940, así como su carrera cinematográfica y sus problemas personales más recientes.

Como recordarán los lectores, el anuncio a principios de marzo de Hachette Book Group, un gigante de la industria, sobre su publicación del libro de Allen provocó protestas de Ronan y Dylan Farrow, los hijos distanciados del veterano cineasta. Dylan Farrow, su hija adoptiva, acusa a Allen de abusar sexualmente de ella cuando era niña, una acusación descartada por investigaciones exhaustivas. Ronan Farrow insistió ridículamente en que el trabajo de Allen debía ser “chequeado” antes de ser publicado, probablemente por el propio Farrow.

Ante las quejas de la familia Farrow y protestas de sus propios empleados en Nueva York, Hachette se rindió cobardemente a las fuerzas de #MeToo (#YoTambién) y canceló los planes de publicar la autobiografía.

Posteriormente, Arcade Publishing, editorial propiedad de Skyhorse Publishing, publicó A propósito de nada el 23 de marzo.

lunes, 24 de febrero de 2020

Joker es, ante todo, una revolución contra el capitalismo y los ricos sin escrúpulos

He visto a quienes se quemaron los brazos con cigarros encendidos protestando contra la bruma narcótica del tabaco del capitalismo.
(Aullido, Allen Ginsberg)

Javier Cortines, Rebelión

El Joker de Joaquín Phoenix es el anti-Espartaco del cine políticamente correcto. El esclavo que se levantó contra Roma tenía motivos de sobra para luchar contra la tiranía (hoy encarnada en Donald Trump) y conquistó el corazón de todos los espectadores, sin importar la clase social a la que pertenecían, ya que su historia no representaba ninguna amenaza para el “establishment” del siglo XX (y del siglo XXI).

El capitalismo de nuestra época ha logrado sobrevivir -y hacerse más fuerte- digan lo que digan los que anuncian su derrumbe, porque ha inventado una fórmula “salida de cerebros inteligentísimos” para que solo se maquille un sistema que se alimenta de la sangre, el tiempo y el trabajo de los débiles, que sólo tienen fuerzas para caer rendidos en el suelo o la cama cuando llegan a casa con las tripas fuera.

Esos genios de las altas finanzas, que calcan -como diría Hannah Arendt- el adagio de “la noria, el burro, el palo y la zanahoria”, descubrieron hace décadas (en Occidente) que todo seguirá, más o menos igual, si somos capaces de mantener, con salarios precarios (pero sin caer en la miseria), “altas tasas de pobreza sostenible”. Pues los individuos que pertenecen a esa franja social (que se acerca peligrosamente al 30 por ciento en países como España) están paralizados por el miedo (ya que “tienen algo que perder”) y no se atreven a “morder la mano que les da de comer”.

El caso de Joker es diametralmente opuesto a ese mundo de los miserables, a los que se acaban de unir los inmigrantes. El payaso que “está loco” ha mamado desde niño del humus de una época que está “contagiada” por el virus de la deshumanización, y donde solo se siguen los mandatos del billete-grillete y “la voz del más fuerte”.

viernes, 14 de febrero de 2020

Kirk Douglas "Yo soy Espartaco"


Pepe Gutiérrez-Álvarez, Viento Sur

Acaba de fallecer Kirk Douglas, uno de los últimos representantes de los tiempos de esplendor del siempre ambivalente Hollywood dentro del cual representó junto con otros como Burt Lancaster, su franja más “radical” expresada sobre todo en su dos películas con el más marxista Stanley Kubrick: Senderos de gloria y Espartaco.

Su verdadero nombre es Issur Danielovitch Demsky (Ámsterdam, Nueva York, 9 de diciembre de 1916), hijo de trapero, inmigrantes rusos judíos, los inicios en el país de las oportunidades no fueron fáciles. Con su familia sumida en una profunda pobreza, tuvo que trabajar como botones o participando en combates de lucha libre. Con eso podía pagarse la matrícula de la Universidad de St. Lawrence y ayudar mantener a su familia. Años más tarde, tras subsistir con pequeños trabajos, decidió probar suerte como actor ingresando en la Academia Americana de Arte Dramático. Compaginaba sus estudios artísticos realizando pequeños papeles de actor en obras teatrales amateurs, en ocasiones bajo el seudónimo de George Spelvin Jr. También trabajaba como profesor de teatro en el House Settlement de Greenwich. Su carrera artística comenzó finalmente en los escenarios teatrales de Broadway en 1941, con la obra Spring Again. Desgraciadamente y como muchos otros actores, su ascenso se vio interrumpido por la segunda guerra mundial. Hasta 1943 sirvió en la marina, alcanzando el grado de teniente, pero regresó a casa herido tras caer en combate.

lunes, 27 de enero de 2020

1917, la película sobre la guerra que cambió el mundo

Un prodigio técnico al servicio de un relato de supervivencia durante la Primera Guerra Mundial, la película 1917 del británico Sam Mendes viene arrasando sorpresivamente en la temporada de premios. La sensación que produce la única toma, un plano secuencia sin cortes --un trabajo refinado de edición-- es de inmediatez y tensión: la cámara sigue a dos jóvenes en una misión suicida que atraviesa la tierra de nadie y las trincheras. Un relato que conjuga emoción, recreación histórica y espectacularidad: ideal para el votante promedio de la Academia y también un homenaje al abuelo de Mendes, veterano de esta terrible guerra.


Por Diego Brodersen, Página12

Seguramente el lector cinéfilo recordará ejemplos previos, pero es indudable que la caminata de los soldados James Apperson y Slim en medio de un bosque infestado de soldados alemanes supo construir en el imaginario cinematográfico, hace casi un siglo, una imborrable iconografía de la representación bélica en la pantalla. Luego de un extenso prólogo lleno de preparativos y excitaciones difíciles de reprimir, los soldados interpretados por John Garfield y Karl Dane en El gran desfile (1925), la exitosa producción de M.G.M. dirigida por King Vidor, se enfrentan por primera vez a la guerra real. No es aquella que imaginaban y el heroísmo –la posibilidad de que ocurra, las extrañas siluetas de su existencia– inevitablemente va acompañado por la destrucción, la muerte, la amputación, el horror. Los jóvenes caminan y alrededor suyo los compañeros de pelotón comienzan a caer como pajaritos en un desfile de cazadores. La cámara se concentra en ellos, perfectamente ubicados en el centro del cuadro, aparentemente invisibles para las balas enemigas, pero la profundidad de campo permite adivinar que ese privilegio puede extinguirse de un momento a otro. No son pocas las escenas de 1917, el más reciente largometraje del realizador británico Sam Mendes, que recuerdan ese momento del relato (relativamente) antibélico de Vidor, lanzado a mitad de camino de las dos conflagraciones mundiales. En realidad, la reluciente película, luego de ganar sorpresivamente varios Globos de Oro, incluidos el de Mejor Película dramática y Mejor Dirección– retoma y reutiliza decenas y decenas de “momentos” arquetípicos del cine bélico ejecutados a lo largo de más de cien años de historia del cine. Y lo hace destilando el eje dramático en unas pocas horas, echando mano a ese dispositivo narrativo conocido aquí, gracias a la influencia de las teorías cinematográficas francesas, como plano-secuencia. Aunque, desde luego –como ocurría en ese clásico del long take forzado por las limitaciones técnicas a las reglas del montaje: La Soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock– 1917 está construida a partir de diversos planos rodados en diferentes días y horarios, zurcidos luego de manera secreta e incorpórea para ofrecer la impresión de una única y extensa toma (de allí surge, desde luego, la nominación a un Oscar por la edición, cuya invisibilidad no implica necesariamente inexistencia). El último Mendes podrá ser muchas cosas pero, por sobre todo, es un prodigio técnico puesto al servicio de un relato de supervivencia en medio de las líneas enemigas.

lunes, 11 de febrero de 2019

Green Book, una amistad sin fronteras


Carlos Bonfil, La Jornada

Yo sí soy tu negro. Green Book: una amistad sin fronteras (Green Book, 2018), de Peter Farrelly, notorio en una época, junto con su hermano Bobby, por comedias tan exitosas como desiguales (Loco por Mary, 1998; Dos tontos muy tontos, 1994), se aventura en el terreno hoy muy pantanoso de la corrección política con una comedia sobre una amistad viril en el clima de segregación racial del sur estadounidense. La acción transcurre en 1962, apenas cinco años después del episodio de odio racista en el que la joven estudiante afroestadounidense Dorothy Counts padece el escarnio verbal y recibe los escupitajos de sus condiscípulos blancos por atreverse a asistir a una escuela para blancos en Charlotte, Carolina del Norte. Donald Shirley (Marhershala Ali), el protagonista negro de Green Book (cinta basada en hechos reales) no es en absoluto un personaje ordinario. Se trata de un artista acaudalado, pianista educado en Leningrado que goza de cierta celebridad en el medio musical neoyorquino. Cuando sus agentes le organizan una gira artística por Estados Unidos (que incluye de modo temerario una parte de los estados sureños donde prevalece la segregación racial), le contratan como chofer y protector al muy eficaz cadenero de centros nocturnos Frank Anthony Vallelonga (Viggo Mortensen), un italoestadounidense racista y hablador (su apodo es Tony Lip) con quien el refinado pianista negro habrá de desarrollar la intensa y atribulada amistad de la típica pareja dispareja de la comedia hollywoodense.

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