Marco Antonio Campos, La Jornada
Es raro que una novela clásica termine también en una película clásica y más raro es que entre la publicación del libro y el estreno de la cinta medien apenas cinco años: la novela de 1958, el filme de 1963. Es el caso de El gatopardo. Como Antonioni, Visconti fue un cineasta sin declive en sus filmes en blanco y negro y en color.
Filmada en 1954, Senso es tal vez el más claro antecedente en el estilo y en el asunto de El gatopardo y forman la dupla de películas del Risorgimento italiano, es decir, las guerras por la independencia y unificación italianas. La historia de El gatopardo en 1860 tiene como fondo la liberación de Sicilia para integrarse al reino de Italia y seguir una vía para una Italia única e indivisible; la de Senso la tercera guerra de liberación italiana contra los austríacos en la primavera de 1866. Tanto en Senso las imágenes de la batalla de Custoza, como en El gatopardo, las violentas luchas de los camisas rojas garibaldinos contra las tropas reales borbónicas en las calles de Palermo en mayo de 1860, son pintadas con vívida crudeza. En ambas cintas Visconti parece haber calculado cada uno de los cientos de planos, y pese a que hay numerosos momentos de exaltada belleza de paisajes naturales o de los interiores de los palacios barrocos, la intriga nos atrapa, se impone. Si cabe adjetivarlas, diría que Senso es elegante, El gatopardo majestuosa. Senso se tradujo al español con el nombre de la protagonista (Livia). ¿Por qué? Porque en verdad es difícil hallar el equivalente. Senso es ante todo la historia de un desdichado y terrible amor de una condesa italiana, Livia Serpieri (Alida Valli), por un teniente del ejército de ocupación austríaco, Franz Mahler (Farley Granger), quien, revelándose poco a poco lo que es, sobre todo al final, resulta sólo “un desertor ebrio”, un delator, un vividor del juego y de las mujeres. Por amor al teniente, Livia, casada con un conde italiano, entrega las joyas que le han confiado los partisanos italianos, específicamente un primo suyo, Roberto Ussoni (Massimo Girotti), combatiente de las fuerzas de liberación. El amor desesperado por el teniente la lleva no sólo a la infidelidad al marido, sino a la traición a la patria.
Tancredi Falconeri (Alain Delon) y Angelica Sedara (Claudia Cardinale) en una escena de El gatopardo
El gatopardo puede ser visto o analizado desde distintas perspectivas. Permítaseme en este caso detenerme especialmente en dos: en la declinación crepuscular de la nobleza italiana y, más específicamente, del propio Príncipe Fabrizio di Salina (Burt Lancaster).
Si en Senso los diálogos son de una sencilla y continua precisión (no en balde entre los guionistas estuvieron Tennessee Williams, Paul Bowles y Giorgio Bassani), en El gatopardo, sobre todo cuando habla el Príncipe Fabrizio, están hechos de la sustancia de la sabiduría pragmática, como, por ejemplo, cuando conversa con el padre Pirrone, y el Príncipe, entre varias y variadas cosas, que la Iglesia está destinada a la inmortalidad, pero su clase social no: “Cien años serían una eternidad”, concluye melancólicamente. Otro tanto es cuando el Príncipe dialoga con Chevalley, el enviado del rey Vittorio Emmanuelle, que le trae la propuesta para ser senador por Sicilia en el parlamento italiano, y el Príncipe arguye para su negativa que la suya es una generación desafortunada, comprometida con el pasado y vinculada a la vieja clase, es decir, a caballo entre dos mundos, sin estar bien en ninguno. Por demás, Sicilia no tiene remedio; no va a cambiar; los sicilianos han sido dominados por potencias extranjeras durante 2 mil 500 años, y sin embargo creen que todo lo hacen bien y se sienten “la sal de la tierra”, sin percibir que viven desde hace siglos un largo sueño y su inmovilidad voluptuosa es sólo un deseo de muerte.
Como la nobleza italiana, o siciliana en este caso, que en aquella década de los sesenta del siglo XIX entra en el crepúsculo como poder real, el Príncipe, como hombre, siente que los años lo han rebasado dura, ciega, implacablemente. Pero aun así, y con mucho, es la figura sobresaliente del filme. Su voluntad es siempre la última voluntad, ya sea por la habilidad en la argumentación o por el explosivo gesto autoritario. Detrás de casi todo hombre lúcido de duro temperamento hay un sentimental. A los cuarenta y cinco años, el Príncipe ya se veía un viejo, lo siente y lo vive, en especial en la prolongada secuencia final del baile en el palacio Ponteleone. En ese juego de escenas, Visconti sugiere que el Príncipe, siendo también un sensual, resiente ante todo el paso de los años al ver a jóvenes bellas que ya nunca serán suyas, en especial Angelica Sedàra, la prometida de su sobrino Tancredi Falconeri, por quien tiene un amor sublimado, y a quien, con sólo verla, al conversar o al bailar con ella un inolvidable vals, se le aviva el dolor de lo que ya no puede ser.
Al ser consciente de que el poder político de la realeza menguará y su fuerza física se irá reduciendo, acuerda un “negocio matrimonial” con el inteligente y ultracorrupto alcalde del pueblo de Donnafugata, Calogero Sedàra, para casarla con su sobrino Tancredo Falconeri, a quien “quiere más que a sus hijos”, quien tiene el nombre y un pasado nobiliario pero muy escaso dinero en el bolsillo, y de esa manera salvar por un tiempo económica y políticamente a la familia.
Sin embargo, el momento cuando el Príncipe ya se sabe vencido por la edad es cuando en una de las habitaciones del palacio Ponteleone se mira el rostro en el espejo y se le salen las lágrimas. En ese momento la soledad, la fatiga y la tristeza acumuladas son la confirmación cruel de que los árboles máximos también caen. La actuación de Burt Lancaster como el Príncipe di Salina es sencillamente perfecta en cada movimiento, al decir cada frase, y sobre todo, en cada gesto cuando mira o siente muy cerca a Angelica. Probablemente es una de las más inolvidables actuaciones en la historia del cine, pese a estar el personaje doblado al italiano.
Por su parte, las actuaciones del muy joven Alain Delon como el cínico y ambicioso Tancredi Falconeri, y del más bello felino del cine italiano, Claudia Cardinale, como Angelica Sedàra, o si se quiere, su relación amorosa, se quedan grabadas para siempre. Cierto: su matrimonio es un convenio interesado, pero desde los primeros encuentros se da en su relación de manera recíproca el amor y el deseo furiosos.
Hay varios filmes de grandeza estética en la filmografía de Visconti, como La tierra tiembla (1948), Senso (1954), Rocco y sus hermanos (1960), Sandra (1965) y La caída de los dioses (1969), pero en El gatopardo, a nuestro parecer, tocó cielo.
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Nota del editor: en cuanto a la belleza estética del cine de Visconti también agregaría sus notables obras maestras Muerte en Venecia (1971) y Ludwig (1972).
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