viernes, 23 de octubre de 2015

Un Macbeth japonés

Margo Glantz, La Jornada

Volví a ver en la Cineteca la versión que Kurosawa filmó en 1957 del Macbeth, de Shakespeare. Sigue al pie de la letra la anécdota, tal como fue contada por el dramaturgo inglés, pero la traslada al Japón medieval que, como la Inglaterra preisabelina, se desangraba en guerras civiles e intrigas asesinas. Toshiro Mifune, su actor preferido, actúa como un personaje del teatro No; sus movimientos son a veces acompasados, otras, convulsivos, más bien epilépticos, su lenguaje violento o más bien la manera de enunciar las frases es violenta, imperiosa, como conviene a un guerrero, fuerte en la lucha y con todo débil ante su mujer: la ambición y la locura de su esposa son el reflejo de lo que él mismo desea pero no se atreve a verbalizar, Lady Washizu (debiera escribir doña Washizu, pero no suena bien) es como un ventrílocuo, emite las frases que hubiese querido pronunciar él. La mujer es también un personaje del teatro No, quizá un hombre travestido de mujer como era de rigor en ese teatro, un hombre disfrazado de noble japonesa con el rostro pintado de blanco, las cejas depiladas y una curiosa sobreceja delineada cerca del nacimiento del cabello, de habla pausada y ritual, voz muy gutural semejante a la de la bruja que anuncia la profecía en el Bosque de Las Telarañas, voz y apariencia masculinas. Cuando la actriz –¿o el actor?– se pone de pie pueden verse sus sandalias de madera, ¿las getas? sobre las que se desliza tan pausadamente como habla, aunque después corra con asombrosa ligereza para colocar la lanza asesina en los brazos del soldado a quien ella ha narcotizado, se dirige luego a la puerta principal –enorme–, grita –casi aúlla en el mismo tono gutural y ronco –¿varonil?– avisa a los soldados de guardia apostados en la puerta principal del castillo que un asesinato ha sido cometido y señala a uno de sus enemigos como autor del crimen.

Me impresiona el sentido del tiempo en esta película y la economía de medios tanto de la filmación como de las clásicas y austeras habitaciones. El mobiliario tradicional japonés se reduce a la mínima expresión y se rige, leo, por reglas extremadamente estrictas, reglas impuestas por la situación geológica de la isla. Situada entre dos placas tectónicas, se ve a menudo expuesta a temblores de tierra, por lo que se ha inventado una arquitectura minimalista donde el papel y la madera ligeros son los materiales que mejor resisten a los movimientos sísmicos.

Una escena de la película me impresiona en particular, la del banquete: los invitados en el suelo, vestidos con sus kimonos de fiesta y sentados en posición de loto, colocados geométricamente alrededor de una enorme habitación rectangular de una sobriedad extrema; frente a cada uno de los samuráis un recipiente con saki y un plato quizá de arroz: se reitera la más absoluta economía de medios tanto en la actuación como en la escenografía. Falta un invitado, Miki, asesinado por órdenes de Washizu, el usurpador; su sitio vacío prefigura a su fantasma quien, como en Macbeth Banquo, aparece sólo ante los ojos alucinados de Washizu, enloquecido y delirante mientras los otros samurai observan la escena con estupor: Lady Washizu –Lady Macbeth– reaparece para salvar la situación y exculpar a su marido, ella, figura aparente de la lucidez extrema. Y en este momento y sin remedio asocio esa escena con las pinturas que de la locura de Lady Macbeth pintó Füssli, el célebre pintor suizo que en el siglo XIX vivió en Inglaterra bajo el nombre de Fusselli, autor de un famosísimo cuadro intitulado La pesadilla, donde una mujer semidesnuda yace en un lecho soportando sobre su cuerpo una figura monstruosa.

La ¿misma? mujer es Lady Macbeth, aparece sonámbula lleva en una mano una antorcha encendida, el brazo izquierdo levantado señalando ¿el horror?, los ojos desmesurados, una pierna desnuda. La contempla una pareja sentada en la oscuridad, sobresalen los senos redondos de la mujer, hacen juego con sus ojos desorbitados.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Homenaje a Costa Gravas

Pepe Gutierrez-Alvarez, Viento Sur

Constantin Gavras (Loutra Iraias, Grecia, 1933) acaba de ser objeto de una exposición en el marco del Festival Lumière en Lyon, con un éxito que ha obligado a los organizadores a prolongarla. Se han pasado todas sus películas, algo que no podríamos hacer digamos artesanalmente porque algunas de ellas no nos han llegado, aunque ya hubo una antológica en la SEMINCI de Valladolid. Creo que el ejemplo mercería una atención y que, por lo mismo, abriera la posibilidad para proyectar aquí y allá “jornadas” sobre el cineasta que permitirían la recuperación del cine-club, un espacio para el que, de alguna manera, están pensadas muchas de sus películas.

Costa-Gavras se inició como bailarín antes de viajar a Francia para estudiar la carrera universitaria de Filología en la Sorbonne, pero poco después ingresó en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, algo que en Francia se tomaban muy en serio. “Loco por el cine”, trabajó durante cerca de diez años como ayudante de directores del prestigio de Yves Allègret (uno de los animadores del grupo “Octubre” en los años treinta, compuesto por surrealistas-trotskistas), el ya arcaico René Clair o de Jacques Demy… Nacionalizado francés en 1956, a mediados de los sesenta debutó como director con Los raíles del crimen (1965), gracias a la ayuda prestada por algunos amigos actores que accedieron a intervenir en la película sin cobrar sueldo. Basada en una novela de Sebastien Japrisot, este largometraje se articularía como un thriller opresivo que mostraba los aspectos más siniestros del entorno cotidiano, un "noir” de los buenos interpretado con convicción por el clan familiar compuesto por Simona Signoret, Ives Montand y Catherine Allègret, fruto del matrimonio entre Simona e Ives Allègret.

ShareThis