viernes, 28 de diciembre de 2007

La Intérprete



En 1959, Hitchcock no consiguió autorización para filmar una escena crucial en el edificio de las Naciones Unidas con el crimen que envuelve a su protagonista Cary Grant en la pesadillezca trama macabra de espionaje y contraespionaje encabezada por James Mason. Ese filme fue North by Northwest y está dentro de lo más selecto del maestro del suspenso. El genio filmó con cámara oculta los exteriores y recreó en estudio la célebre secuencia del asesinato que involucra de lleno al publicista interpretado por Grant. Desde entonces, el edificio de la Segunda Avenida de Nueva York reforzó su vigilancia para no aparecer en cintas de modo sorpresivo.

Esta vez es Sydney Pollack quien sí consigue autorización de la ONU para filmar en todos sus salones esta producción de Hollywood que interpreta Nicole Kidman. Treinta años después de la conspiración política y criminal que desarrolló en Los tres días del Cóndor, con Robert Redford en el rol del agente de la CIA, Pollack muestra una trama siniestra en la cual la Kidman escucha algo que nunca debió ser escuchado y comienza toda una persecución en torno a ella para darle muerte.

Nicole Kidman interpreta a Silvia Broome, una nativa de Matobo, república ficticia de Africa que atraviesa por una escalada de violencia y sangre en la cual sus propios padres pierden la vida en manos de un dictador. Llega a la ONU con su currículo de políglota y se hace cargo de las lenguas nativas de Africa. En eso, escucha al dictador de Motobo pronunciar las palabras fatales que le significaran ser asediada por asesinos mientras al interior de la organización nadie cree sus dichos. Es más, muchos parecen ser cómplices del atentado y se muestran complacientes al genocidio. ¿Dónde está el enemigo?

Aquí entra en escena el agente Keller (Sean Penn) quien tiene motivos para sospechar de Silvia por su pasado en Matobo y su posible participación en la planeación del atentado. Porque en esta película de Pollack todos son sospechosos y las maquinaciones políticas e ideológicas tiene solo un beneficiario. Lástima que Pollack desvíe el rumbo del nervio central y quite tensión a este thriller político para privilegiar el desarrollo de las traumáticas historias de sus protagonistas, que esta vez no son ni Redford ni Faye Dunaway.

sábado, 15 de diciembre de 2007

HERZOG, LA NATURALEZA COMO REDENCIÓN


Sólo Werner Herzog podía narrar esta historia de castigo y sobrevivencia en las selvas vietnamitas con la pureza y sobriedad de un auténtico sobreviviente. Nadie más que Herzog podía revivir un drama real de hace cuarenta años en lo que fue el amanecer del conflicto bélico que se prolongó por más de una década y que permitió a la industria del cine desarrollar una apabullante secuela de obras (Apocalipsis Now, El Francotirador, La delgada línea roja) que quedan en la nada frente al genocidio y la violencia real de Irak o Kosovo.
Sólo Werner Herzog, conocedor de los desiertos y las selvas donde la vida se pone a prueba en cada segundo (Fata Morgana, Fitzcarraldo); el vacío, la indiferencia, el abismo y el sin sentido del Ser (Señales de Vida); Herzog, otrora gigante y maestro con sus películas deslumbrantes sobre vidas mínimas, al borde del precipicio y la indiferencia (También los enanos comenzaron desde pequeños, El enigma de Kaspar Hauser, Strozek); Herzog, al fin de regreso en las pantallas con una historia que no da tregua, que no trepida en lagunas de silencio; Herzog, que alguna vez cruzó en línea recta Europa, a pié, atravesando montañas y ríos como el protagonista de Rescue Dawn para con ello sanar a la maestra Lotte Eisner (narradora en Fata Morgana, teórica del cine, y autora del clásico La pantalla diabólica); Werner Herzog, sí, el mismo loco de siempre que se agarró a balazos con Klaus Kinski en la filmación de Fitzcarraldo, y al cual igual le dedicó una obra Mi enemigo íntimo y con quien no podía dejar de filmar Nosferatu, el mejor homenaje al expresionismo alemán; Werner Herzog, aquel de los travelling eternos por los desiertos que recuerdan nuestro desierto de Atacama, sólo que con Leonard Cohen en la banda sonora cuando recién el autor de Suzanne lanzaba su primer disco.

Werner Herzog, ausente de las pantallas durante más de una década, se despacha con Rescue Dawn, su primera producción estadounidense, una obra enorme con esta historia del piloto de avión que sufre un accidente en plena selva vietnamita, debiendo superar los escollos del campo de reclusión, el hambre y la tortura para planear una heroica huida con un puñado de prisioneros de guerra en las condiciones más extremas. Christian Bale (Batman Begins, El Gran Truco, El Nuevo Mundo), en el que es su mejor rol hasta la fecha, interpreta al piloto que debe desafiar al destino para recuperar la libertad.
La libertad, ese tema tan caro a Robert Bresson (Un condenado a muerte a se ha escapado) y que a veces queda en mero alarde (Expreso de medianoche) es aquí la esencia que moviliza el sentir del protagonista Dieter Dengler para desafiar el destino y luchar por la vida.
A diferencia de Stroszek, el protagonista de Señales de Vida (Lebenszeichen, 1968), que también es un soldado y queda abandonado en el fortín de una trinchera griega, Dieter logra controlar la locura que lo separa del mundo racional. En ese mundo de pesadilla que le toca vivir, comiendo gusanos y serpientes, justifica su sentido íntimo de buscar la libertad.
Este filme de Herzog (no podía ser de otra manera) está basado en la historia real de su compatriota Dieter Dengler, que formó parte de una de las primeras incursiones “altamente secretas y confidenciales” a la península asiática en búsqueda de los siempre potenciales enemigos de los Estados Unidos.
Si bien la música de este nuevo filme no alcanza los sensibles efectos de la de Stavros Xarhakos de Lebenszeichen, la de Popol Vuh en ésta logra entregar a la selva la condición de paraíso salvaje, presto al derroche de la vaciedad humana, naturaleza que sirve como espacio de redención de personajes absurdos e inmensamente humanos.

Marco Antonio Moreno

martes, 11 de diciembre de 2007

Te Extrañamos, Fassbinder!


Cuando vemos el promisorio avance del cine alemán de los últimos años con títulos que se abren merecido espacio en las carteleras y cinematecas como La vida de los otros, de Florian Henckel, Good Bye Lenin, de Wolfgang Becker, Contra la Pared de Fatih Akin o El Noveno Día, de Volver Schlöndorff, no podemos olvidar esa época dorada del llamado Nuevo Cine Alemán que protagonizaron Herzog, Fassbinder, Wenders, Kluge y Schlöndorff, entre otros, en aquellos desafiantes años 70 y 80.
Gran parte de esta cinematografía era dada conocer infaltablemente todas las semanas en el Goethe Institut de Esmeralda 650, donde se mostró casi la totalidad de la obra de los artistas mencionados.
Señales de Vida, Fata Morgana, También los enanos comenzaron desde pequeños, de Herzog, así como La súbita riqueza de los pobres de Kombach, o El honor Perdido de Katarina Blum, de Schlöndorff., Alicia en la ciudad o Movimiento Falso, de Wenders, o Los artistas bajo la cúpula del circo, de Alexander Kluge, quizá uno de los más olvidados, constituían un auténtico refrigerio que oxigenaban los días poco calmos de una dura dictadura.
Plato fuerte e importante era el cine de Rainer Werner Fassbinder, quien en 1982, y a la edad de 37 años, con 43 películas en sus hombros, fallecía producto de una sobredosis al más puro estilo y destino de un artista rockero como lo fueron Jimmy Hendrix, Janes Joplin o Jim Morrison.
Y es que Fassbinder encarnó la esencia del artista comprometido con las causas de la pureza y la desintegración. Todos sus personajes transitan por espacios donde la infelicidad, la represión, el abuso y la discriminación sellan y demarcan esa angustia que corroe el alma.
Admirador de la Nouvelle Vague francesa y de los hollywoodenses Douglas Sirk y Raoul Walsh, cuyas temáticas del desencanto y la frustración calaron hondo en el autor de El amor es más frío que la muerte, Fassbinder adquirió la personalidad de un “monstruo” del cine quizá solo comparable a Orson Welles: dirigía, actuaba, escribía el guión, la música, y era camarógrafo y montajista (firmaba como Franz Walsh). La filmación de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972) le llevó sólo diez días. En catorce años de producción realizó sus 43 obras (incluyendo Berlin Alexanderplatz, una serie para la TV de 15 horas), lo que indica un promedio de un filme cada 100 días. Todo un récord.
Fassbinder fue el más original, prolífico y radical de una generación de cineastas que fue también la más importante del cine de la posguerra a partir del célebre “manifiesto de Oberhausen” de 1962, en el cual 26 jóvenes directores se propusieron crear un nuevo cine “liberado de las convenciones de la industria establecida”.
En 1992, al cumplirse diez años de su muerte, un crítico escribió su nota de homenaje como si fuera un titular de portada “Extrañamos a Rainer”. Y no era para menos. Tras su muerte, el cine alemán perdió gran parte de su vigor creativo.
A Fassbinder se le debe el descubrimiento de una gran cantidad de actores y actrices importantes como Hannah Schygulla, Barbara Sukowa, Kurt Raab. Trabajó con Dirk Bogarde, Jeanne Moreau, Franco Nero y Brad Davis y trasladó al cine obras inquietantes como Nora Helmer, de Ibsen, Desesperación, de Nabokov, o Querelle, de Jean Genet.
Su cine nunca estuvo exento de la polémica por la fuerza con que describía la explotación capitalista o la hipocresía de la izquierda, pero sobretodo la desigualdad entre los grupos humanos y la infelicidad que la sociedad produce en hombres y mujeres.
Al igual que Woody Allen, Fassbinder fue rechazado en la Escuela de cine de su país. Así y todo consiguió más laureles que cualquiera de los alumnos graduados. Hacia fines de los 70 era todo un ícono y podía filmar con grandes presupuestos (El matrimonio de María Braun, Desesperación, Lili Marleen, Lola).
Tras su muerte, uno de los creadores de la Nouvelle Vague francesa, Jean Luc Godard dijo: “Cómo no iba a morir joven, si él solo construyó el Nuevo cine alemán”.
Hoy su cine se sigue proyectando en los ambientes universitarios y gracias al DVD sus obras se abren a una creciente gama de admiradores y curiosos intrigados en desentrañar los misterios de un cineasta inclaudicable y potente que marcó toda una época en el cine no convencional y antiburgués y en una época en la cual aún estaba abierta la utopía del hombre libre.
Este es sólo un pequeño reconocimiento a los 25 años de su muerte, y de la cual no podía estar ausente.

Marco Antonio Moreno.
Crítico de cine (1977-1991) .
Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile (1982-1991)



lunes, 3 de diciembre de 2007

David Lynch y su personal estética del cine


A propósito del próximo estreno de Inland Empire, unas palabras sobre el genial creador de Twin Peaks


Un cine hipnótico y seductor

David Lynch se ha especializado en construir películas donde la plasticidad, lo etéreo y lo propiamente pesadillezco se establece como el eje narrativo de historias cuyos personajes pierden todo contacto con la realidad y terminan enfrentados ante un otro que no es más que el otro-otro-de-sí mismo.
Es esta particularidad del cine de Lynch: plástico, discontinuo, inquietante, con trazos de obra experimental, unido a relatos donde se mezcla lo real con lo fantástico de la mente de sus personajes, lo que le asigna un lugar muy único y especial en el paisaje cinematográfico de los últimos 30 años, si tomamos como Cabeza borradora (Erasehead, 1977), su primera obra, el origen de esta nueva estética y de historias que dan para mucho ensayo psicoanalítico a lo Lacan o psicosocial a lo Foucault.

Y es que el cine de Lynch es de una intensidad que estremece. Quien haya visto Terciopelo Azul (Blue velvet, 1986), o El hombre elefante (The elephant man, 1980) sabe lo que es asistir a experiencias cinéfilas donde el horror y la pesadilla que ve en pantalla le aprieta el corazón y lo aplasta en la butaca como un escalofrío. No por nada mucha crítica señala que las obras de Lynch "se sienten, se huelen y se tocan". Curioso para un cineasta que no ha hecho de la formalidad estilística a lo Scorsese, Coppola o De Palma, una carta de presentación.
Su cine es intenso porque captura el desvarío, la locura interna de personajes escindidos que resultan atrapados en la espiral de su propia demencia, de su pérdida absoluta de lo que se llama la conciencia. Y su estética recoge los espacios que están siempre ocultos porque están a raz de piso (la oreja de Terciopelo Azul) o pegados al techo (las polillas de Lost Highway) develando que tras la fachada de la normalidad de las apariencias hay todo un universo anormal, pesadillezco.

El desvarío del otro-de-sí

Uno de los casos más emblemáticos es el del músico de jazz de la película Carretera perdida (Lost highway, 1996) interpretado por Bill Pullman, quien al sospechar de la infidelidad de su mujer se involucra en un hecho de sangre y tras una temporada en prisión sufre una "fuga psicogénica" que lo lleva a iniciar una nueva vida en el cuerpo del actor Balthazar Getty. En esta obra maestra compleja y sorprendente de los años 90, es tal la perfecta simetría y asimetría que logra construir Lynch que la presencia del "otro-de-sí" se hace manifiesta y casi natural al espectador lyncheano. La potencia estilística de este relato fantástico es comprendida plenamente al nivel del subconciente: los celos, el yo interior, el otro yo interpretado por Robert Blake en escenas macabras y escalofriantes que solo adquieren sentido en su transmisión visual.
Otro caso ocurre con El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) donde los sueños de una joven que aspira a ser actriz tropiezan con el retrato real de una auténtica diva a la cual intentará arrebatar y absorber su propia identidad. El otro-de-sí es llevado aquí al paroxismo en lo opuesto de lo que Hollywood representa: la frustración, el miedo, el vacío de todo lo presto a llenarse con cualquier migaja del sistema.

Es un cine potente el de David Lynch. Un cine que no solo nos seduce y encanta con la solemnidad de su puesta en escena o las notables bandas sonoras de Angelo Badalamenti, sino que es un cine que nos atrapa e hipnotiza con una estética y con relatos que nos ayudan a descubrir nuevos paisajes y nuevas dimensiones en el universo siempre vivo del séptimo arte.

Marco Antonio Moreno

viernes, 30 de noviembre de 2007

Nanni Moretti: El Caimán

Cine político y desafiante

Nanni Moretti tiene 54 años y lleva 30 dedicados al cine en lo que constituye una de las obras más singulares del cine moderno. Considerado por algunos como el Woody Allen italiano (escribe, dirige y protagoniza sus filmes), Moretti es un heredero de la gran tradición de la comedia de Monicelli, Scola y Dino Risi, al cual le incorpora los elementos del cine político de Francesco Rosi.
En su último filme, El Caimán, aborda una voraz crítica al ex premier italiano Silvio Berlusconi, magnate de la televisión y los medios de prensa escrita, a cuya derrota en la elecciones del 2006 sin duda contribuyó en buena parte este filme.
Il Caimano, presenta la historia de un productor de cine de la Serie B que está en crisis tanto profesional como familiar y social, enfrentando deudas, proyectos de poca monta y el abandono tanto de sus colaboradores como de su propia esposa. A este productor de pronto le llega un guión con la historia de un personaje que no es ni más ni menos que el propio Berlusconi, lider de la derecha italiana. Mientras se hace trizas su matrimonio (inolvidable el momento cuando en la banda sonora se escucha el tema de Damien Rice The blower's Daugther, del filme Closer, de Mike Nichols) , el productor se esfuerza por llevar adelante el proyecto pese a la negativas de los grandes estudios, entre ellos la RAI, y al desmantelamiento de su equipo. Varios actores interpretan al político, y el propio Berlusconi aparece en tomas de archivo recuperadas de la TV Italiana.
El incentivo para realizar el filme lo explica Moretti: "La aventura política de Berlusconi es gravísima. Sólo en Italia alguien que es dueño de la mitad de los canales de televisión, de los diarios y las radios, y que tiene intereses económicos en todos los sectores industriales, puede hacer política y llegar a ser Primer Ministro. Eso es algo inaceptable para cualquier democracia avanzada".
En el filme, Moretti da cuenta de la vanalización cultural y social de la Italia que abrazó el modelo económico neoliberal para fracturarla en dos y crear una total polarización. Así como en Palombella Rosa (1988), Moretti acertaba brillantemente a la crisis de la izquierda producto del entrampamiento soviético (un año antes de la caída del Muro de Berlín), esta vez abre luces sobre la exclusión social de un mundo envuelto en la parafernalia, el consumismo y el vacío neoliberal.
Junto con ser un filme de corte y denuncia política, Il Caimano es también una película sobre la familia y sobre el cine dentro del cine que por momentos recuerda La noche americana, de Francois Truffaut, una de las obras más logradas en su narrado del proceso interno de la producción cinematográfica. Junto a Moretti, en este filme actúa también Michel Placido (conocido por sus comedias eróticas de los años 70) y Giuliano Montaldo, el director de aquellos inolvidables clásicos del cine de denuncia política como son Sacco y Vanzetti (1971), y Giordano Bruno (1974). Todo un homenaje al cine.

martes, 27 de noviembre de 2007

El manuscrito encontrado en Zaragoza



La Odisea de Jan Potocki y Wojciech Has

Compañero de generación de Andrzej Wajda (Danton, Cenizas y Diamantes, El hombre de Mármol), la obra de Wojciech Has (1925-2000) se centró en el cine de divulgación científica y los documentales. No obstante, en 1965, Has emprendió la tarea de llevar a la pantalla la sorprendente novela gótica de Jan Potocki El manuscrito encontrado en Zaragoza escrito entre 1797 y 1805, de la cual circularon durante más de cien años sólo pruebas parciales de imprenta y que recién en 1958 vio la luz en forma más o menos íntegra.

Esta delirante obra del conde Jan Potocki (1761-1815), especie de Decameron polaco, transcurre en los tiempos napoleónicos y narra las extraordinarias peripecias del noble caballero Alphonse Van Worden en su camino a Madrid, cruzando la quijotesca Sierra Morena y teniendo innumerables encuentros con toda clase de excentricos personajes: desde hermosas princesas a curiosos ermitaños en historias dentro de otras historias, a modo de cajas chinas, que llevan el relato siempre en espiral.

El filme es protagonizado por el actor Zbigniew Cybulski -que ya se había dado profusamente a conocer con Cenizas y diamantes de Wajda (1958)- y toma la primera parte del texto de Potocki estructurando un relato que transmite el rigor mágico y surrealista de Cervantes, Picasso y Dalí. Este filme ha inspirado a grandes creadores como Terry Gilliam, de la cual Las aventuras del Barón Munchausen es una de sus muestras.

Por eso no es extraño que esta haya sido una de las obras favoritas de Luis Buñuel, quien en su autobiografía titulada Mi último suspiro (1977) escribió "Me encanta El Manuscrito encontrado en Zaragoza, ambas, la novela de Potocki y la película de Has. He visto la película tres veces lo que, en mi caso, es absolutamente excepcional". La influencia que este filme tuvo en la obra de Buñuel se detecta principalmente en El discreto encanto de la burguesía (1972) y El Fantasma de la Libertad (1974), obras maestras del cineasta andaluz.

Y Buñuel no ha sido el único fanático de este filme. Martin Scorsese recolectó todas las copias existentes del filme para restaurar la obra junto a Francis Ford Coppola, tarea que también hicieron años atrás con el Napoleón de Abel Gance. El filme restaurado fue estrenado el pasado mes de mayo en Europa. Y si bien su llegada a los cines chilenos está en duda, ya se encuentra disponible en dvd.

Marco Antonio Moreno

Woody Allen escribe sobre Bergman


A raíz del fallecimiento del gran cineasta sueco, numerosas publicaciones de todo el mundo solicitaron a Woody Allen unas palabras de despedida para el maestro y amigo a quien Allen citó en muchas de sus obras.
Este es el texto que el creador de Annie Hall y Manhattan escribió sobre una de las indiscutidas máximas figuras del cine mundial. Es un texto emotivo e intimo que refleja el afecto y la admiración de Allen por el cineasta sueco, al tiempo que da cuenta de la pasión y majestuosidad que Bergman imprimió al Séptimo Arte


Un hombre de preguntas difíciles

Woody Allen 22/08/2007


Me enteré de que había muerto Bergman en Oviedo, una pequeña y encantadora ciudad del norte de España en la que estoy rodando una película. Cuando estaba en pleno rodaje, me dieron el recado telefónico de un amigo mutuo. Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día soleado; como no estaba allí, no sé si logró tener ese tiempo gris que tanto gusta a todos los directores; así lo espero.
Lo he dicho en alguna ocasión, hablando con gente que tiene una visión romántica del artista y considera sagrada la creación: al final, el arte no salva a la persona. Por muy sublimes que sean las obras que uno ha creado (y Bergman nos proporcionó un menú de asombrosas obras maestras del cine), no le protegen de la fatídica llamada a la puerta que interrumpía al caballero y sus amigos al final de El séptimo sello. Y así es como, en un veraniego día de julio, Bergman, el gran poeta cinematográfico de la mortalidad, no pudo prolongar su inevitable jaque mate; y con él falleció el mayor cineasta de todos los que yo he conocido.

Alguna vez he dicho, en broma, que el arte es el catolicismo del intelectual, es decir, una voluntad de creer en el más allá. Yo creo que, más que vivir en el corazón y la mente del público, preferiría seguir viviendo en mi apartamento. Y es evidente que las películas de Bergman seguirán vivas, en museos, televisiones y DVD, pero, conociéndole, ésa es poca compensación, y estoy seguro de que le habría encantado cambiar cada uno de sus filmes por un año más de vida. De esa forma habría podido disfrutar, aproximadamente, de 60 años más para seguir haciendo películas; una producción extraordinaria. No tengo la menor duda de que a eso habría dedicado el tiempo extra, a hacer lo que más le gustaba de todo: crear películas.
Bergman disfrutaba con el proceso. Le importaba poco lo que pensaran de sus películas. Le gustaba que le apreciasen, pero, como me dijo una vez, "Si una película que he hecho no gusta, me preocupa... durante unos 30 segundos". No le interesaban los resultados de taquilla; productores y distribuidores le llamaban para contarle cómo había ido en el primer fin de semana, pero las cifras le entraban por un oído y le salían por otro. Decía: "A mitad de semana, sus absurdos pronósticos optimistas se quedan en nada". Gozaba del aplauso de la crítica, pero nunca lo necesitó, y, aunque quería que a los espectadores les gustaran sus obras, no siempre las hacía comprensibles.

No obstante, las que más costaba comprender merecían la pena. Por ejemplo, cuando uno entiende que las dos mujeres en El silencio no son, en realidad, más que dos aspectos enfrentados de una misma, el filme, que hasta entonces es un enigma, se abre de manera fascinante. También resulta útil refrescar los conocimientos de filosofía danesa antes de ver El séptimo sello o El rostro, pero sus dotes de narrador eran tan asombrosas que podía cautivar, fascinar al público con un material difícil. He oído decir a gente que salía de alguna de sus películas: "No entiendo exactamente lo que he visto, pero me ha tenido en ascuas hasta el último plano".
Bergman tenía raíces teatrales y era un gran director de escena, pero su obra cinematográfica no estaba embebida sólo de teatro; se inspiraba en la pintura, la música, la literatura y la filosofía. Su obra examina las más hondas preocupaciones de la humanidad y produce, muchas veces, profundos poemas en celuloide. La mortalidad, el amor, el arte, el silencio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el fracaso de un matrimonio, la incapacidad de comunicarse de las personas.
Y, sin embargo, era un hombre cálido, divertido, bromista, inseguro de su inmenso talento, enamorado de las mujeres. Conocerle no era entrar de pronto en el templo creativo de un genio temible, intimidante, sombrío y melancólico, que entonase con acento sueco complejos análisis sobre el terrible destino del hombre en un universo deprimente. Era más bien así: "Woody, tengo un sueño estúpido en el que aparezco en el plató para rodar una película y no tengo ni idea de dónde poner la cámara; lo que pasa es que sé que se me da bastante bien y llevo muchos años haciéndolo. ¿Alguna vez tienes tú este tipo de sueños angustiosos?". O: "¿Crees que puede ser interesante hacer una película en la que la cámara nunca se mueva ni un centímetro y los actores entren y salgan del encuadre? ¿O la gente se reiría de mí?".

¿Qué contesta uno por teléfono a un genio? A mí no me pareció una buena idea, pero, en sus manos, supongo que habría acabado siendo una cosa especial. Al fin y al cabo, el vocabulario que inventó para investigar las profundidades psicológicas de los actores también debía de parecer absurdo para quienes aprendían a hacer cine de manera ortodoxa. En la escuela de cine (estudié cine en la Universidad de Nueva York en los años cincuenta, pero me echaron enseguida), daban siempre la máxima importancia al movimiento. El cine son imágenes en movimiento, decían, y la cámara tiene que moverse. Y los profesores tenían razón. Pero Bergman colocaba la cámara sobre el rostro de Liv Ullmann o el de Bibi Andersson, la dejaba allí sin moverla, y pasaba el tiempo, y ocurría algo maravilloso y exclusivamente propio de su talento. El espectador se veía atrapado por el personaje y, en vez de aburrirse, salía entusiasmado.

A pesar de sus manías y sus obsesiones filosóficas y religiosas, Bergman era un hilador de historias nato, que no podía evitar ser entretenido incluso cuando, en su cabeza, estaba dramatizando las ideas de Nietzsche o Kierkegaard. Yo tenía largas conversaciones telefónicas con él. Me llamaba desde la isla en la que vivía. Nunca acepté sus invitaciones porque me preocupaba el viaje en avión, no me apetecía volar en avioneta hasta un puntito cerca de Rusia en el que la comida iba a consistir probablemente en yogur. Siempre hablábamos de cine y, por supuesto, yo dejaba que hablase sobre todo él, porque me parecía un privilegio oír sus ideas. Veía cine a diario y nunca se cansaba de ver películas. De todo tipo, mudas y sonoras. Antes de dormirse veía alguna película que no le hiciera pensar para relajarse; a veces, una de James Bond.

Como todos los grandes estilistas del cine, como Fellini, Antonioni y Buñuel, por ejemplo, Bergman tuvo sus detractores. Pero, aparte de algún desliz ocasional, las obras de todos estos artistas han encontrado ecos profundos en millones de personas de todo el mundo. Y la gente que más sabe de cine, los que lo hacen -directores, guionistas, actores, directores de fotografía, montadores- son quizá los que más veneran la obra de Bergman.
Como le he elogiado con tanto entusiasmo durante tantos años, tras su muerte muchos periódicos y revistas me han llamado para pedirme un comentario o una entrevista. Como si yo tuviera algo de valor que añadir a la triste noticia, aparte de volver a ensalzar su genialidad. ¿Qué influencia tuvo en mí?, me preguntan. No puede haberme influido, respondo, él era un genio y yo no lo soy, y el genio no puede aprenderse ni su magia puede transmitirse.

Woody Allen

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